Está claro que el rock argentino vive años de bonanza en términos de popularidad y de mercado. En todas y cada una de las radios del país, suena con una frecuencia casi desmedida y hasta alcanzó a rotar en las siempre difíciles AM. En ese contexto, el festival veraniego de nuestras sierras ha llegado a su séptima edición, instalado totalmente en el imaginario popular (año a año lo contamos en la agenda del mes de febrero y estamos atentos a la grilla de artistas que participan).
Esa instalación definitiva obedece ciertas ventajas comparativas. Siempre suma ser el primero de su especie, el que da el puntapié inicial. Cuando nadie se lo imaginaba alguien se animó a probar suerte con una reunión de bandas y solistas populares en un lugar absolutamente impensado (la plaza Próspero Molina). Funcionó como un anticipo de la horda de festivales que se han establecido en nuestro país (incluso antes que los porteños Quilmes Rock y Pepsi Music).
Su ubicación espacio-temporal también resulta destacable. Se lleva cabo en febrero (pleno verano) en una ubicación serrana que ofrece un atractivo particular: sierras, río y cercanía a la ciudad de Córdoba. Si le agregamos rock, la suma da como resultado un cóctel absolutamente tentador.
Hasta aquí ninguna novedad. Sin embargo, teniendo en cuenta estas ventajas, se puede hacer un balance crítico señalando algunas falencias y aspectos a mejorar:
1) los ausentes: por supuesto que no pueden estar todos los artistas en cada edición y siempre es necesario renovar la grilla para no desgastar la fórmula. Pero parece excesiva la lista (sin tener en cuenta gustos y valoraciones personales) de quienes no estuvieron este año: Los Piojos, Bersuit, Divididos, Catupecu Machu, León Gieco, Spinetta, Skay Bellinson, Karamelo Santo, Nonpalidece, Turf, El Otro Yo,
2) supuesto federalismo: se da por sentado que Cosquin Rock es el festival más federal de